La del fariseo no es una oración verdadera, sino una presentación de sus propios méritos, que no muestra ninguna necesidad de Dios ni ninguna confianza en Él: su actitud es prepotente y soberbia. El publicano, en cambio, reconoce su auténtica realidad de pecador y todo lo espera de Dios. Hace una verdadera oración de petición, porque es consciente que no puede hacer nada más que esperarlo todo de Dios. Con esta parábola, Jesús echa en cara la actitud de autosuficiencia en la oración, ante Dios y, también, en la vida.


Dios se solidariza con los pobres, los que sufren, los injustamente tratados, lis humildes. Jesús con su parábola expresa que el que se presentó humildemente ante Dios fue el que bajó del templo perdonado y favorecido. El orgulloso, no.


La cuestión que se nos plantea es:

¿podemos también nosotros ser fariseos?, o sea personas que “cumplen”, pero ¿ que no aman?, que están llenas de sí mismas y ¿no son nada humildes?

¿Nos creemos superiores a los demás? ¿Se nos ocurre alguna vez pedir perdón?


Nuestro paradigma es el humilde publicano que acude al templo para pedir perdón y ayuda a Dios. Es esta actitud de humildad la que nos hace agradables a los ojos de Dios. Porque nos sabemos pobres, pedimos; porque nos sabemos pecadores, pedimos perdón; porque nos sabemos ignorantes, preguntamos.

No deberíamos estar llenos de nosotros mismos, sino abiertos tanto a Dios como a los demás.