También el Salmo rezuma esta confianza: “el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”

Al mismo tiempo, Pablo nos dice que el destino de Cristo -muerte que lleva a la Vida- es también el destino para cada uno de nosotros, porque “en la vida y en la muerte somos del Señor”.

Cristo, con su muerte y resurrección, se ha convertido en Señor de todos, vivos y muertos.

Jesús nos invita a aumentar la confianza y la paz, y nos refuerza en su convicción de que participaremos en la Vida perdurable en el ámbito de Dios. Jesús acentúa la dimensión de unión con Él y con el Padre que tendrá la vida eterna. Jesús, en su Pascua, aparece como el guía que prepara el camino de sus discípulos.

Si Él muere es para ir a vivir en comunión plena con el Padre y para abrir a los creyentes la puerta de acceso a esa comunión de vida. Ahora bien, esa participación en la Vida divina no es sólo para el futuro, sino que empieza ya desde ahora, como fruto de la muerte y la resurrección de Jesús.

Por todo esto, los cristianos tenemos, en relación a los no creyentes, un “plus” de sentido a la hora de pensar en la muerte: la vemos desde la Pascua de Cristo, una luz que nos da serenidad y esperanza. Nos hace bien pensar en el final con la confianza de hijos que nos da la celebración de hoy. El mismo Dios que nos ha hecho hijos es quien nos saldrá a recibir en la muerte.

El mismo Cristo Jesús en quien creemos va a ser nuestro Juez y Abogado en el momento definitivo.

Estamos, pues, destinados a compartir con Él su paso a la gloria, por una transformación de nuestra vida en la Vida eterna.